Lombardi, la crisis mística del micrófono de Dios

Giancarlo Zizola
La Repubblica, 18/12/2009

«El Papa me ha dicho cosas graves sobre el mal de la Iglesia y sobre su causa más profunda: cosas que no puedo escribir. Ha hablado de llaga ulcerosa. El remedio debería ser extraordinario porque el mal es desproporcionado». El padre Ricardo Lombardi sale alterado del coloquio con Pablo VI. Hay algo que aúna el rostro pálido y tenso, del jesuita que arengó las muchedumbres en las plazas de la primera posguerra, y el rostro angustiado del Papa de la modernidad. Y es la clara percepción de las dimensiones de la catástrofe que golpea la Iglesia.

El Papa Montini sufre de insomnio, pero asimismo Lombardi grita de rodillas a Dios, sobre el suelo de la capilla, el gemido de una impotencia sin salvación aparente. Lombardi es la sombra del agresivo «Micrófono de Dios» que desenvainó la Cruz, símbolo de la impotencia de Dios, por la potencia política de la Iglesia. Desde hace meses está en depresión, va adelante con psicofármacos: “Me despierto del sueño artificial de los somníferos -confiesa en el diario- y enseguida la angustia me abate. Como los profetas, ciego y gimiendo escribo en gran tentación, casi en desesperación, con dudas en la fe, tinieblas… Estas tinieblas espantosas, esta agonía personal me hace participar en las tinieblas y en la agonía de la Iglesia».

Un gran trabajo estaba en marcha en aquel tiempo sobre las reformas del Concilio, una revisión lacerante de las costumbres de pensamiento, de los esquemas de acción, del aparato institucional. El papa Montini dijo al teólogo francés Yves Congar: «Tenemos que superar una teología esclerótica. Hace falta volver a empezar, como si se volviera a los primeros siglos». Pero a Lombardi el Papa le parece tan lúcido en el diagnóstico como demasiado cauto en la terapia. Sus apremios para animarlo a una guía «profética» del barco de Pedro fracasan. El papa Pablo sabe bien que los titiriteros del hereje Marcel Lefebvre, que lo ha amenazado ya de cisma, se esconden tras los cortinajes de las Congregaciones vaticanas: «Usted es un profeta -le dice al jesuita- pero nosotros tenemos que estar sobre la superficie de la tierra».

Sin embargo llegan momentos en que la verdad desbarata la diplomacia de las medias tintas, en la que la gran batalla con los adversarios de la reforma del Vaticano II se asemeja a la caza del ratón en la bodega, mientras el Titanic se hunde.

La hora de la verdad llega un 5 de abril, durante la Semana Santa del 1971, cuando los dos hombres de Iglesia se hablan de frente, ponen sobre la mesa la catástrofe del sistema y se encuentran ambos deshechos. Una a una, con la ferocidad de que es capaz la hoja afilada del tormento de un místico, son arrancadas a Lombardi las últimas crisálidas de una visión potente, mundana y triunfalista del cristianismo, que había defendido en otra época.

Esta ansiedad por poner al día los instrumentos de penetración en el mundo moderno, de hacerse una cultura plausible, una aceptabilidad social en la modernidad, ¿cómo podría reflejar el empobrecimiento radical de Cristo desnudo y blasfemado sobre la Cruz? ¿Era con ese tipo de compromisos como la Iglesia habría podido anunciarla? «El cambio en la Iglesia y en el mundo me aturde, me asusta, me pierdo», apunta aquella tarde Lombardi. Cae todo aquello que podría ver de humano en la esperanza, la angustia lo cubre todo. Veo todo trastornado. Quizás la vía de Dios será la de usar el comunismo para purificar la Iglesia en el dolor, en la humillación, en la misma muerte.

De improviso me ha aparecido una respuesta: no hay salvación si no es en Jesús, aquel Jesús que está en los hermanos, en el diálogo humilde y absolutamente perdido, en la cruz. Si me restableciera pienso que seré intensamente diferente. También cambiaré mi modo de hablar. Invitaré a hablar con solicitud y comunicación de vida, eventualmente en diálogo modesto, en clima de oración. Quizás Dios me resucita porque yo pido la vuelta radical del Evangelio desnudo. La Iglesia es sacudida terriblemente por la crisis general de la humanidad. El pasado parece no tener ya ningún valor. La angustia se encamina de nuevo a ser mortal, hasta la tentación suicida. No es una crisis que me pueda calmar con los fármacos. «Es la noche oscura”, le he dicho al confesor.

Tiene tintes existenciales, señales típicas de un luto interior, de una catástrofe identitaria: había invertido treinta y cinco años de vida sobre la hipótesis de la centralidad de la Iglesia como exclusiva y universal mediadora de la salvación de la humanidad entera. El Concilio antes, “el terremoto del sesenta y ocho” después, y algunos viajes a Asia le derriban los paradigmas ecclesiocentristas. La revolución copernicana en su vivencia toma forma en dos condiciones esenciales, resolutivas: “La Iglesia tiene que aceptar la humillación total de la potencia en la impotencia divina, en la debilidad definitiva del Dios que muere en la cruz”. No quedan casi huellas dela antigua Cruzada de la intransigencia católica. De sus manifestaciones históricas que partían en los primeros años con el mundial “Micrófono de Dios”.

Pío XII, el mismo Padre Lombardi y los católicos italianos brindaron una primera oportunidad de liberar la figura del jesuita de algunos estereotipos restrictivos formados en los años de la guerra fría. Aquella etapa, que convencionalmente ha sido narrada como la práctica más intrusiva, fanática y politiquera del integrismo clerical bajo Pío XII, fue puesta a raya por Juan XXIII. Sus archivos privados, los diarios y testimonios recogidos por estudiosos independientes, empezaron desde entonces a revelar la complejidad del personaje, los matices de sus relaciones con los Papas, sus tensiones en los círculos más tradicionalistas de la curia romana: Así “…ha escrito Andrea Riccardi, su sueño, fue la idea de un mundo nuevo, la idea de cambiar el mundo”. Por esto Lombardi reclamaba un despertar de la Iglesia del «letargo» en que yacía y no veía posibilidad alguna para la Iglesia de tomar parte en la transformación del mundo si no pasaba por un profundo proceso de transformación de sí misma.

La imagen del Lombardi de la «cruzada» queda fijada con el micrófono en su mano anticomunista y fanático, como si no hubiera sido nada más que eso. Como si la purificación de la institución segura del régimen de cristiandad no le hubiera costado sangre y un duro cambio de perspectiva no le hubiera comprometido, en los últimos años de la vida, sobre una idea totalmente diferente de la función de la fe y del papel de la Iglesia.

Es una lección actual, en el escenario global que se impone al mensaje cristiano, que permanece momificado en la cultura grecorromana. El padre Lombardi muestra cómo puede recogerse la continuidad con la tradición, no sólo en el magisterio del Vaticano II, sino también con la capacidad de abrirse históricamente a una forma de verdad más amplia y profunda respecto a la verdad ya adquirida, de modo que sea más comprensible su sentido a los contemporáneos.

Está convencido que se ha de poner más atención a la conciencia, que a las observancias «externas y masivas. «La Iglesia sólo tiene una función provisional como «germen y principio del Reino para toda la humanidad». El 8 de octubre de 1975 escribe a Pablo VI: «La idea del Reino de Dios está entrando en mi cada vez más, tanto que ha cambiado mi vida. En el Reino de Dios también está comprendida la Iglesia como núcleo querido por Dios, pero Él se extiende misteriosamente mucho más allá de ella, en el santuario de las conciencias». En Manila, febrero de 1976, es despreciado por denunciar el contraste escandaloso entre el lujo de la nunciatura y la miseria de los chabolismos: “La Iglesia debería ser como Cristo», apunta en su diario. «Reducirse a pan, hacerse comer del pueblo para comunicarlo a la humanidad. Pero ¿cómo, con estas catedrales de estilo occidental, estos conventos confortables, estas escuelas católicas para los ricos, estos almuerzos diplomáticos? ¿Cómo, con esta mentalidad clerical, según la cual el privilegio nos pertenece? Estoy trastornado, me avergüenzo en la profundidad del corazón. Si el plan de Dios es el Reino universal, la Iglesia sólo es instrumento privilegiado para servirlo. Y es necesario sacar consecuencias.

Una Iglesia que se da hasta el extremo, que se olvida casi de sí misma, para que todos y cada uno puedan ser ayudados a crecer en el bien que ya poseen en sí mismos, es la condición para que el cristianismo pueda inculturarse en estos países. Se pregunta: «¿Qué habría sucedido en la historia si Pedro y Pablo hubieran venido aquí a Indonesia o a la India o a Pekín en lugar de dirigirse hacia Roma? Lo que no se pudo realizar entonces, nos toca hacerlo hoy». Pero su libro, La Iglesia y el Reino de Dios (Morcelliana) 1976, -punto cumbre de su reflexión y su testamento- recibe siete duras «observaciones» de la Secretaría de Estado Vaticana. Sus tesis implican una reforma tan radical que exigiría la convocación de un nuevo Concilio Ecuménico «por un ecumenismo más amplio con todos los habitantes del planeta». Está convencido que no sólo las religiones no cristianas tienen valores salvadores. Sino que sobre todo «el Espíritu actúa en todo lugar donde un ser humano lucha sinceramente para conseguirles a los hermanos justicia, donde quiera que haya un pacífico y un pacificador y dondequiera que haya algo de verdadero y de bueno»: «el plan divino de salvar al género humano es ofrecido a todos», escribe.

Hay también un modo de llegar a la eternidad feliz, allí donde la Iglesia no puede llegar con los sacramentos. El Reino de Dios es construido por todos los hombres que aceptan la acción del Espíritu Santo dentro de su corazón. Obedeciendo a la conciencia ellos están en vías de salvarse. En cuanto a la Iglesia, siendo institución pero ante todo misterio, ella se disolverá como comunidad en el futuro, mientras el Reino será en su sentido pleno y eterno. No la Iglesia sino el Reino de Dios es el anunciado en muchas parábolas del Evangelio. No la Iglesia sino el Reino de Dios es el objetivo de la creación. La función universal de la Iglesia está en servir a la difusión del Reino de Dios en los corazones de los hombres, de cada hombre, sinceramente de buena fe, aunque no participen del credo cristiano.

2 comentarios sobre “Lombardi, la crisis mística del micrófono de Dios”

  1. Confieso que he tenido que leer el articulo varias veces para comprenderlo.

    Me ha conmovido, primero por la experiencia desgarradora que cuenta y luego por la verdad que encierra.

    Ya el PP Pablo VI habla de teología esclerótica y de la necesidad de volver al principio.

    Hoy, en nuestro mundo global, creo que esto es mas acuciante que entonces. La Iglesia institución no tiene plasticidad para amoldarse al hoy. Es una estructura enorme y rígida.

    Me parece genial y profética la visión que tiene el P. Lombardi, al final de su vida, del Reino, del valor y significado de la conciencia, del papel de la Iglesia… al leerlo lo siento como una verdad profunda y esperanzadora.

    Allí donde hay algo bueno, allí está Dios, esté o no esté la Iglesia. El Espíritu impregna cada corazón humano que se deja guiar hacia la justicia, la verdad, la bondad, la belleza, la armonía. Todo aquello que merece la pena está impregnado de Dios.

    Luego he pensado en las ejercitaciones renovadas y la pedagogía que tienen y me ha parecido que concuerdan perfectamente con lo dicho porque es un intento de volver al principio, al evangelio y a las comunidades pequeñas.

    El P. Lombardi expresa: » si me restableciera cambiaría mi modo de hablar. Invitaría ha hablar con solicitud, comunicación de vida en dialogo modesto, en clima de oración.

    Creo que encaja con el trabajo en grupos pequeños, donde todos pueden hablar, desde lo cotidiano de cada cual, la experiencia personal, el valor de la escucha activa del otro, lo que me permite descubrirme a mi mismo, la importancia de contarme y contarnos lo que nos pasa, nos preocupa y ocupa.
    Tambien el valor del silencio a nivel personal, la oración expontanea y compartida desde ese silencio. Me parecen todas cosas muy de acuerdo con lo expresado por él.

  2. Gracias por compartir.
    Por lo que estoy viviendo actualmente, este texto para mi, es revelador.

    Hay tanto por reflexionar y comunicar gracias a esta lectura, que quiero compartir brevemente mi sentir y pensar.

    Conforme lo iba leyendo, recordé algunas frases de dos libros que estoy leyendo: «El siglo que despierta» de Carlos Fuentes y Ricardo Lagos y el «El sutil arte que te valga un carajo» de Mark Manson, así como una serie de acontecimientos que viví durante esta semana pasada.

    Cuando acabé de leerlo, lo primero que sentí fue entusiasmo junto con una palabra: ¡wow!

    Este texto me confirma el proceso personal que estoy viviendo y mi quehacer personal y comunitario. Es una invitación a continuar trabajando por este camino, seguir buscando, pero sobre todo estar despierta y abierta a mi misma (sentimientos, pensamientos…), a los demás y todo lo que me rodea.

    Uno de los mensaje importantes de Lomabrdi es: «no veía posibilidad alguna para la Iglesia de tomar parte en la transformación del mundo si no pasaba por un profundo proceso de transformación de sí misma». Esto es clave para mi, si quiero influir en mi mundo y el mundo (que es el mismo), el primer paso es querer transformarme a mi misma, ser conscientes de mi sentir, pensar, de mis dolores, miedos… ser consciente de mi realidad y cómo yo influyo en ella como ella en mi.

    Dice Lombardi que hay que despertar de ese sueño (s) artificial (es) en el que algunos vivimos: fama, poder, éxito, bienestar, pánico, angustia, apatía, individualismo…, es adentrarnos en nuestra noche oscura para poder encontrar la luz (espíritu, esencia, energía, reino), que necesitamos para cambiar nuestra vida y como gota de agua que cae en un lago la onda se irá expandiendo y ser cada día más humanos.

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